Se podría decir de José Saramago que recaló en el mundo de la literatura casi por accidente.; como por accidente le fue conferido su ahora célebre apellido cuando el funcionario del registro civil donde su padre fue a inscribir la llegada de su segundo retoño, se le ocurrió incluir el apodo de la familia («Saramago», un tipo de planta herbácea) en la partida de nacimiento del pequeño José.
Así, ungido administrativamente con nombre de mata, Saramago quedó arraigado al suelo y a la causa de quienes, como sus padres campesinos, trabajan tierras ajenas e ingratas y habitan un mundo en ocasiones casi tan loco como hostil.
En cuanto a su formación, fue de todo menos ortodoxa. Mientras otros escritores de su tiempo adquirían el hábito lector en nutridas y lujosas bibliotecas familiares, el autor portugués leía a los clásicos en bibliotecas públicas durante los ratos libres que le quedaban al salir del trabajo de un taller mecánico. Probablemente se entiende mejor a Víctor Higo o a Dickens, cuando se sostiene el libro en manos tiznadas de grasa.
No es descabellado pensar que, si cerca del taller no hubiese habido una biblioteca pública, quizás no habríamos podido disfrutar de obras tan magnificas como Memoria del Convento; no habríamos temblado con desasosiego entre las páginas brutalmente humanas de Ensayo sobre la Ceguera, ni habríamos reído y reflexionado con el dios caprichoso y absurdo que nos ofrece en Caín. Bendita casualidad.
También es cierto que el bueno de José, se habría ahorrado más de un disgusto y bastantes improperios por parte de esa hipócrita sociedad portuguesa, cerrada y cerril, que no entendiendo ( o no quiso entender) su hermoso Evangelio según Jesucristo.
Si no hubiera sido por esa biblioteca, tampoco hoy escribiría aquí estas líneas, doce años después de su fallecimiento y de un premio Nobel de Literatura que, desprovisto de toda soberbia, quiso mirar a los ojos del ser humano, al mundo y sus tribulaciones, y escribir muchas de sus reflexiones desde un Lanzarote en el que finalmente encontró su verdadero hogar.
Es una obviedad afirmar que Saramago fue un autor comprometido. Sin embargo acercarse a su literatura no es hacerlo a una obra de militancia ramplona y panfletera. El portugués entendió que para atisbar auténticamente el alma humana, el caminar ha de ser paciente y sosegado; quien corre demasiado entre las tinieblas no acertará nunca a alumbrar bien la ruta.
El humor, la belleza, la ironía y la compasión nunca faltan s en sus novelas. El autor ofrece claves interpretativas como quien deja migajas de pan; pero queda siempre a la espera de que sea el lector el que, con pensamiento crítico, otorgue el sentido último a la misma.
La gran virtud de José Saramago fue hacer de su causa, que fue la de los olvidados y oprimidos, un canto literario universal prelado de ironía, originalidad y talento. De su apasionante vida, perdura una verdad que parece que muchos han olvidado; que una biblioteca pública, a veces, también puede ser una trinchera.