Por si algún despistado todavía no se ha dado cuenta, estamos en año electoral en España. El próximo 28 de mayo elegiremos a nuestros Ayuntamientos y la mayoría de Cortes autonómicas y, previsiblemente, a finales de año elegiremos el Congreso del que saldrá el próximo Gobierno. En cambio, quien lea esto sí sabrá seguro que nos encontramos en uno de los momentos de mayor tensión e incertidumbre política, económica y social de las últimas décadas, algo que también incluye a la democracia y la forma en que nuestra sociedad —y muchas de nuestro entorno— convive y se organiza.
Recapitulemos. Hace dos años, escribía en este mismo periódico que, tras acabarse el ciclo político surgido como consecuencia de la indignación y el desencanto por la crisis financiera de 2008, el resultado no había sido una mejora de la sociedad y de las condiciones de vida de la gente, sino todo lo contrario: la apatía, la polarización y el miedo al futuro se habían asentado en nuestra sociedad, con el riesgo que eso tiene para la democracia, nuestros derechos y nuestras libertades. Tres meses antes de publicarse aquel artículo, sucedían los bochornosos hechos acaecidos en Estados Unidos con la toma del Capitolio por hordas de fanáticos del entonces presidente Donald Trump; tres meses antes de escribirse éste, hemos visto repetido el mismo episodio en Brasil con Jair Bolsonaro.
En estos dos años, no se puede decir que el continente americano —al cual Europa debe mirar siempre, por las similitudes e influencias culturales— haya mejorado en ese aspecto, puesto que las tentativas autoritarias y dictatoriales siguen en aumento: en México, Andrés Manuel López Obrador maniobra con la ley electoral para intentar influir sobre las elecciones, mientras que desde El Salvador nos llegan las lamentables imágenes de detenciones masivas sin orden judicial y hacinamientos de presos tras el estado de excepción que declaró su presidente Nayib Bukele.
En Europa tampoco podemos estar tranquilos: la guerra ruso-ucraniana no sólo ha puesto de manifiesto el escaso nivel democrático de Rusia y el poder que ejerce Vladimir Putin sobre su país; también ha reavivado viejos temores en el este de Europa, dónde se ve como héroe a un Volodímir Zelensky que aprovecha la coyuntura bélica para atribuirse poderes autocráticos en un país ya de por sí poco acostumbrado a la democracia, como es el caso de Ucrania. Además, en el resto de mundo —incluyendo países cuyo poder y peso internacional será mayor en los próximos años— el afianzamiento del autoritarismo es más común que el desarrollo de la democracia: así sucede en China con Xi-Jinping, en India con Narendra Modi o en países vecinos como Marruecos, a tan sólo catorce kilómetros de las fronteras españolas.
También es de rabiosa actualidad la polémica reforma judicial de Benjamín Netanyahu en Israel para reducir la influencia de los jueces. Por último, en España asistimos hace pocos días a uno de los episodios más extravagantes —y puede que decadentes— en la historia del Parlamento español, con una moción de censura que a pocos importó y que dejó en evidencia la deriva tomada por muchos de aquellos que, hace cuarenta y cinco años, se pusieron la chaqueta de demócratas y predicaban las bondades de la libertad, al parecer sin creérselo del todo. En resumen, podemos afirmar que, a fecha de 2023, la democracia no se encuentra en su mejor momento, ni en España ni la esfera internacional.
Es muy difícil predecir que va a ocurrir en un mundo tan cambiante y volátil, pero parece que «negras tormentas agitan los aires» y que la amenaza de un poder tiránico que actúe contra nuestros derechos y libertades cada vez es más real. Aunque también sabemos, pues así lo ha demostrado la historia, cuáles son las mejores maneras de proteger la democracia y los derechos: mediante la organización y la participación. No es casualidad que en Francia —con más de dos siglos de cultura democrática— ocurra lo que estamos viendo: los franceses saben que la huelga y la protesta son formas de cuidar la democracia y protegerse de decisiones
como la tomada por Emmanuel Macron al subir la edad de jubilación mediante decreto y de manera unilateral.
También fue ejemplar lo que ocurrió el pasado 1 de diciembre en Almansa y el masivo apoyo a la huelga del calzado. Y es que participar y organizarse a nivel local resulta determinante en democracia, pues es ahí donde las cosas suceden más cerca de nosotros y donde disfrutamos los logros colectivos de una manera más directa. En un mundo tan globalizado, muchas de las decisiones que nos afectan a todos se toman a miles de kilómetros de nosotros: por eso es fundamental que, como ciudadanos, cuidemos y fortalezcamos las redes de convivencia y apoyo mutuo que nos rodean, como las de los barrios, pueblos y ciudades: aldeas galas que resistan si el yugo de los imperios pretende volver a atarle las alas a la libertad.
Sí, estamos en año electoral. Y es importante que el día 28 de mayo nos preocupemos por quién gobierna nuestro municipio o región, por si sus ideas y políticas nos convienen o perjudican como individuos y como sociedad; también a final de año cuando decidamos el próximo Gobierno. Pero creer que la democracia se acaba ahí, que todo termina con el voto en la urna, es un error que nos está pasando factura. Si no nos hacemos responsables de nuestro voto al día siguiente de las elecciones, la clase política hará con él lo que quiera —como ya ocurre—, dejará de tener valor y, antes o después, alguien se creerá con el derecho a decidir por nosotros. No es sólo en las elecciones donde está en juego la democracia, como algunos políticos interesados nos hacen creer: la democracia nos la jugamos cada día en nuestras casas, calles, escuelas o lugares de trabajo; cuando hablamos, escuchamos, respetamos y compartimos con quienes tenemos al lado, y cuando juntos defendemos que tenemos derecho a vivir una vida digna, libre y en paz.
Otros artículos de Ximo Ortuño: