«Las Sin Nombre», relato de Ester Gandía, segunda ganadora del concurso de Relatos Cortos de JJSS de Almansa en 2023.
Malgasto mi tiempo en Facebook consumiendo palabras e imágenes ajenas, sobre todo imágenes. ¿Cómo hacen para verse siempre tan felices, tan arriba? Luego recuerdo que las fotografías casi siempre engañan, que no son un reflejo del alma, sino una puesta en escena sobre un excelente decorado. A nadie le interesa verse oscuro o triste. Vivimos en la sociedad de la imagen, de la imagen proyectada, y eso nos consume.
Me detengo ante una noticia del periódico digital La Tinta de Almansa, que enuncia “Las zapateras: los cimientos de la industria almanseña se forjaron en las casas de mujeres trabajadoras”, escrito por Rosa María Sánchez. La leo y pienso en las verdades que no se dicen, en el silencio que opaca la verdad, en la necesidad de repensar mi historia personal y familiar y, por ende, la de las mujeres zapateras almanseñas, de las que han trabajado desde las fábricas con la cabeza puesta en otro lado y, sobre todo, de las que lo han hecho desde la periferia física y mental de sus casas, intentando tener todo bajo control. Madres, que nos creemos protectoras y cuidadoras eternas, extrapolando el cuidado a todo, a todos.
Hace cinco años fui madre primeriza. Lo sentía, lo anhelaba, lo necesitaba, lo proyectaba. Al final resultó que la maternidad me rompió, mi vida pasó de ser un puzle sencillo de cuatro piezas a un castillo de naipes. Tenía una visión idealizada, rosa, ciertamente naif de lo que es y supone la maternidad. Irónicamente pensaba que pondría orden en mi vida, cuando finalmente desató el caos más absoluto.
No sé si es una interpretación personal, una verdad sesgada, pero empecé a percibir comentarios con cierto tono de cuestionamiento hacia la maternidad que había elegido llevar a cabo libremente, hacia la crianza exclusiva. Maternaba 24/7, un trabajo agotador que requiere plena disponibilidad y, sin embargo, la gente me preguntaba si trabajaba. El problema reside en que los cuidados del hogar y de la familia no son retribuidos, así que bajo el prisma capitalista yo no estaba siendo productiva, aunque si ese mismo trabajo lo hubiera realizado en una casa ajena todo sería diferente.
Pienso en la suerte que he tenido por haber podido criar de la forma que he decidido. También recuerdo la frustración de querer hacer más, desarrollar o al menos empezar a hacer proyectos personales, aunque visto a la distancia lo que realmente buscaba era reafirmarme ante la sociedad, demostrarles a los otros que todavía era “productiva”. Estaba cansada, aturdida, desorientada. Hice varios proyectos que salieron bien, pero que no disfruté porque mi mente estaba en otro lado. Estaba partida, era la dualidad misma.
Ya que mi hijo entró al colegio supe lo que era tener cinco horas para estar a solas, que no desocupada, y pude entender y aceptar que maternar de forma exclusiva había sido absolutamente agotador físicamente, pero sobre todo en el plano mental. Entonces lloré y acepté que lo había hecho bien, me lo repetí porque es algo que se da por hecho y que, sin embargo, no es fácil decirnos ni escucharlo de voces ajenas. Entonces pensé en las mujeres que no tienen la oportunidad de decidir qué tipo de maternidad quieren y me sentí doblemente afortunada, porque no olvidemos que se nos exige ser productivas y reproductivas de manera simultánea y eficaz.
Tras leer la noticia viajé entre mis recuerdos de niñez, donde mi familia y entorno huelen a cuero. Mi bisabuela, mi abuela, mi madre, mis tías, mis vecinas, todas ellas cosiendo en el trasiego del hogar, donde aparentemente nunca pasa nada. Entonces me reconocí en todas ellas y ese fue el punto de inflexión. Me puse a leer todo lo que encontré en internet acerca de la relación de las mujeres y la industria del calzado español, conociendo así el movimiento social llevado a cabo por la Asociación de Aparadoras y Trabajadoras del Calzado de Elche, que surgió en abril de 2018 encabezado por la zapatera Isabel Matute, destacando su papel de lucha por el reconocimiento de los derechos laborales de las zapateras domiciliarias. Mujeres que pusieron el trabajo reproductivo por encima o al mismo nivel que el productivo y que, por ello, eligieron trabajar desde sus casas; un trabajo invisible unido a otro trabajo invisible. Mujeres que han trabajado hasta desgastar sus manos. Ellas, imprescindibles para la industria del calzado y, sin embargo, desprotegidas laboralmente durante décadas, sin contratos, sin sindicatos y sin pensiones de jubilación.
De lo anterior nace la idea de escuchar a un grupo de mujeres almanseñas que han trabajado o trabajan para el sector de calzado desde sus casas y sin contrato, a partir de cuyas conversaciones poder reflexionar, plantear y analizar (desde un posicionamiento personal, familiar, sociocultural y económico) el impacto que ha tenido la economía sumergida para ellas. Se trata de dignificarlas, haciéndoles recobrar su propia voz, recuperando del olvido lo que no han contado hasta ahora de forma abierta por creer que sus relatos eran insignificantes o por temor de hablar de más, sabiendo que su trabajo era precario e ilegal.
La palabra aparadora suele tener una condición tanto de género como de clase, un trabajo femenino que se podía hacer en las fábricas, pero que se fue relegando a la esfera privada de las casas de las mujeres. Es la eterna soledad, el trabajo simultáneo y sin descanso que busca conciliar, sumido en una espiral infinitamente perversa.
El argumento que ha justificado esta situación responde a cuestiones de género: las mujeres – madres y amas de casa- no tenían tiempo para trabajar una jornada laboral en una fábrica como los hombres, naciendo la figura de la trabajadora a domicilio, que en principio proporcionaba flexibilidad a la mujer; meras ilusiones, puesto que el trabajo y los cuidados las atrapaba dentro de su propia casa. Tampoco se consideraba que pudieran mantener económicamente una casa como los hombres, y sus salarios eran considerados tan sólo una ayuda complementaria para el hogar. Esta es la justificación machista que ha servido para perpetuar el sistema de reparto desigual entre hombres y mujeres, reservando para ellas puestos más precarios y salarios más bajos. Pero la realidad es que no sólo eran hogares los que dependían del trabajo, también la industria del calzado dependía de ellas.
Las aparadoras llevan décadas aportando trabajo y riqueza desde el anonimato, y a pesar de que nuestra ciudad sabía que un alto porcentaje de las mujeres que cosían las piezas de los zapatos trabajaban a destajo, sin cotizar y desde sus propias casas, nadie hacía nada. Quien no miraba hacia otro lado se resignaba a pensar que algún día las condiciones cambiarían. Porque sí, los hombres también forman parte de esta industria, pero son ellas las que han tenido que conciliar la máquina y los cuidados familiares y del hogar, sin apenas reconocimiento social y con salarios mucho más bajos que los de ellos. Solas, invisibles y en silencio, esperando por otro lado la corresponsabilidad que nunca llegaba.
Y en este punto entran ellas: P., A. y C. y otras tantas mujeres que prefieren ocultar su nombre; ellas, que quieren ser anónimas ante el mundo cuando son las protagonistas. Dialogar con ellas me ha permitido conectar con mujeres de tres generaciones, escuchar y comprender sus vidas en las que trabajar desde casa fue la única forma que encontraron factible si querían conciliar, y lo hicieron de la mejor forma que supieron, aun teniendo como consecuencia la dependencia económica perpetua una vez apagaron la máquina de aparar.
Es hora de nombrar a este colectivo, de escucharlas y reconocerlas, aunque de momento sólo sea desde el plano social. Seamos conscientes que mantener viva la historia del calzado local supone hablar de ellas, de las mujeres zapateras que han trabajado o trabajan desde sus hogares y sin contrato en nuestra ciudad. Porque ellas no son las sin nombre, sino mujeres que viven en tu barrio, en tu calle, en tu bloque o que pertenecen a tu propia familia. Ellas son las manos que sostuvieron y sostienen las empresas de calzado locales y que han criado a sus hijos transversalmente. Sirvan estas palabras como un aplauso sin mucho eco, pero de corazón. Recordemos: lo que no se nombra no existe.