Cartas a la dirección | Queridas y queridos; lectoras y lectores; señores y señoras que legislan, gestionan y pontifican desde sus sillones:
¿Quieren saber mi nombre? Díganme el de la última mujer asesinada. Entonces yo les diré el mío. Porque podría haber sido yo. Porque ayer estuve a un segundo de sumarme a esa lista que solo duele cuando llena portadas. Y ni eso. A veces, ni eso. Nos hemos convertido en un número y un minuto de silencio. Ya no somos nada más.
Ayer, nuevamente, no fui salvada por el sistema. Ni por un protocolo. Ni por una campaña institucional. Ni por la empatía de una funcionaria. Lo único que me salvó fue mi inteligencia. El 112. Y el 027. Eso lo dice todo.
Soy víctima de violencia de género. Enraizada. Enquistada. Jodidamente enquistada. De violencia económica. También de violencia vicaria. Pero hay una forma más sutil y cobarde que me atraviesa cada día: la violencia institucional. Esa que no te grita, pero te ignora. Que no te pega, pero te abandona. Que no te ve. Que no te cree. Que te empuja al borde y, después, si caes, te convierte en cifra y en una estúpida vela encendida que ya ni importa a las asociaciones llenas de ego. Una triste vela encendida.
Vivo en Albacete, en la casa que fue de mi madre. Aquí, ocupo. Aquí, sobrevivo con mis hijas y mi hijo, mientras el padre sigue ejerciendo violencia económica y psicológica con total impunidad. Violencia vicaria que va de la mano de la institucional, tras años de consentimiento a una continuada violencia de género. Hay que tener estudios al respecto para saber de lo que hablo, o un mínimo interés para buscar información de que existe esta verdad. Lo sabe la justicia. Lo ve el sistema. Y lo permite.
He mendigado dignidad en servicios sociales. He pedido ayuda a psicólogas que me miraban sin alma. He sido estafada por asociaciones que viven del dolor ajeno. He luchado por mi familia, por una vida, por un poco de calma. Y lo único que recibo es silencio.
Esta carta no es una súplica. Es una denuncia. Y también una advertencia: la violencia institucional también mata. Mata lento. Mata en vida. Hasta que ya no puedes más. No hay nada que te sustente, no hay fuerzas ni aliento para seguir adelante, y lo único que quieres es que ese dolor desaparezca de una vez por todas.
Por todas las que ya no pueden escribir esta carta porque se rindieron, por las que aún luchamos sin ser escuchadas. Por las que mañana pueden caer. Alzo la voz. Y cierro con las palabras que me sostienen cuando ya no queda nada:
«No te rindas, por favor no cedas,
aunque el frío queme,
aunque el miedo muerda,
aunque el sol se esconda
y se calle el viento,
aún hay fuego en tu alma,
aún hay vida en tus sueños».
Atentamente,
Yo, mujer desde Albacete. Nada más, porque nada menos.