Hay cosas que deberían darnos vergüenza. No una vergüenza pasajera, sino esa que deja un nudo en la garganta y un peso en el pecho. Nos referimos al espectáculo cotidiano de odio, ignorancia y violencia —verbal y física— que ciertos sectores políticos están alimentando en nuestra sociedad. Organizaciones de la extrema derecha y la extrema izquierda, cada una a su manera, están usando al extranjero como chivo expiatorio, como diana donde canalizar el miedo, la frustración y la rabia. Pero lo verdaderamente desolador es ver cómo una parte de la vecindad —humilde, trabajadora, muchas veces también golpeada por el sistema— engulle, digiere y ejecuta ese ponzoñoso discurso sin pestañear.
Que haya partidos, entidades y bandidos que siembren el odio desde las altas esferas no sorprende. Que haya vecinos que lo rieguen y lo hagan florecer desde el barrio… eso sí duele.
No se habla aquí de ideologías, sino que se habla de humanidad. De empatía. De sentido común. Y es que cuesta entender cómo personas que han vivido de cerca la injusticia, que saben lo que es llegar justo a final de mes o depender de ayudas públicas, ahora se conviertan en eco de quienes solo quieren dividirnos. ¿Cómo puede ser que alguien que vive en un barrio obrero y multicultural crea que su enemigo es su vecino y no el sistema que los empobrece a ambos? Tremendo triunfo de este montaje que perfectamente se ha montado la venenosa mano invisible.
Esta semana, la Plataforma de Apoyo al Refugiado de Almansa, Almansa Feminista, Almansa Entiende y decenas de vecinos anónimos se reunieron en el templete para condenar los actos violentos y racistas ocurridos en Torre Pacheco. ¿La respuesta de otros almanseños? Piden venganza, profesan burlas y vomitan odio aupados en su lamentable ignorancia. Se leen comentarios miserables en redes sociales y opiniones de estercolero en las terrazas de los bares. Sentencias que no hacen otra cosa que manchar el nombre de esta ciudad. ¿En qué momento decidimos darle más crédito a un tuit racista que a un llamado a la paz de varios colectivos vecinales organizados? ¿Por qué el necio alza fuerte su voz sin ruborizarse mientras que el sabio se resigna a no opinar a pesar de estar en posesión de la razón?
Lo que se ha leído, visto y escuchado estos días produce náuseas. Mucho fascista disfrazado de patriota. Mucho fanático de las empresas de desahucios que vive de alquiler con 40 y pico palos. Mucha indignada con la violencia cuya solución para erradicarla es promover más odio. Gente que vomita su bilis sobre otras personas sin saber ni plantearse de qué huyen esas familias migrantes, ni por qué arriesgan la vida cruzando fronteras para terminar en un barrio donde también se les desprecia.
Y claro, a todos esos iluminados se les da de maravilla ver el color de la piel de quien delinque. Pero jamás se detienen a hacer estadísticas sobre cuántas violaciones, palizas o crímenes se cometen por hombres, blancos y nacionales.
La maldad no tiene pasaporte. No tiene tono de piel. Pero sí sabemos algo: la bondad suele venir de personas con conciencia, con educación, con humanidad, con sabiduría y empatía. Y eso, a veces, escasea.
Seguimos creyendo que esta ciudad es mejor que los peores comentarios de algunos encefalogramas planos que no representan nuestro carácter hospitalario. Que hay una mayoría silenciosa que quiere convivencia, que cree en la justicia, en los derechos humanos y en el respeto. Pero esa mayoría tiene que dejar de estar en silencio. Hay que hablar, hay que tender la mano, hay que denunciar el odio y defender al débil. Porque cuando el odio se normaliza, el siguiente paso siempre es la violencia. Y eso no lo podemos permitir.
«Mientras el color de la piel sea más importante que el de los ojos, no habrá paz», dijo un tal Haile Selassie en su famoso discurso en la ONU en 1963:
Nosotros añadimos: Mientras el odio tenga más espacio que el respeto, habrá guerra en las naciones y en las calles, la justicia será un espejismo.
Y mientras Almansa calle, otros gritarán en su nombre.
No lo permitamos. No en nuestra ciudad.