Cuando echas de menos hasta el campo amarillo de nuestras autovías y los abrazos llegan por videollamada aprecias el segundo de más que tardaste en despedirte.
Anoche hablé con un amigo que busca su futuro en el extranjero desde hace unos meses. Estaba triste por lo de siempre: que qué hago aquí, que en Berlín no es todo tan bonito y estoy cansado de la comida basura, que no sale sol y tengo ganas de un concierto de Combo Calada, que este no es mi sitio y en el pueblo no se está tan mal. Ni mencionemos lo de querer a distancia…
Nos hablan mucho de la fuga de cerebros, de lo bien que viene conocer otros países y del «tú vete, que eres muy independiente y muy resuelto y allí vas a ganar el triple de sueldo que si te quedas». Que sí, que es imposible volar si no despegamos los pies del suelo, pero ¿por qué nadie habla del miedo? El miedo a llegar y no encajar, a sentir que desaprovechas la oportunidad, a mentirle a tu hermana diciéndole que estás bien, el miedo a que al volver ya no esté la abuela, o a que esté pero ya no te reconozca.
Desde que me marché del pueblo he vivido en 4 ciudades y llevo 6 mudanzas. Habitaciones de 8 metros cuadrados que no son casa y la maleta cargada con lo justo, pocas certezas y aún menos equilibrio (me acuerdo de Bauman: la modernidad líquida). ¿Qué sentido tiene decorar una habitación que en unos meses será de otro? ¿Dónde estaré yo en un año? ¿Cómo voy a agujerear la pared para colgar fotos con mis amigos si mi casero está deseando encontrar un motivo para no devolverme la fianza? Y eso si a final de mes no sube el alquiler y ya no me puedo permitir vivir aquí. Permitirme vivir aquí, como si fuera un privilegio.
No quiero que esto parezca una queja. Lo mejor de irse no es volver, es lo andado; pero aunque el modelo urbano de las grandes ciudades sea insostenible, Almansa está lejos de ofrecer las oportunidades que los jóvenes buscamos, por lo que marcharse es tan necesidad como deseo.
Desde esa distancia toca acostumbrarse a ver cómo la vida sigue. Cómo cada calle se convierte en zona azul y en casa el ambientador de siempre se sustituye por uno nuevo. Todo cambia, pero todo sigue igual; y entretanto, lo que más echas de menos son las lentejas de tu madre, esas que de pequeño odiabas.