Empezó a bailar con tres años, pero respiró el olor del arte desde su primer día de vida. Reconoce las raíces de su vena creativa en su padre y revela que le gustaría envejecer pintando. Lleva más de treinta y tres años enseñando a amar la danza y ha puesto sobre las tablas almanseñas la magia de Peter Pan, la evolución de la música de los Beatles o la fuerza de la historia de amor de Romeo y Julieta, entre otras.
Cuéntanos, ¿quién eres? No me refiero a tu biografía, sino a lo que crees que te define como profesora de danza y, por lo tanto, como mujer.
[Me mira sorprendida, prudente. Estoy segura de que, cuando arranque, se expresará como si estuviera bailando; pero antes piensa. Espera el momento]. Creo que en mí no hay separación entre lo que soy como persona y lo que soy profesionalmente, la creatividad es lo que mejor me define en todos los ámbitos. Crear es mi vida. De pequeña dibujaba, pintaba, bailaba, escribía poesía… Pienso que el arte es una forma de vivir, de ser.
¿Qué es lo más especial que has hecho o sentido en el escenario?
Sin duda, he disfrutado más entre bambalinas que encima de las tablas. Disfruto más bailando en clase o en un ensayo que en el teatro. Allí, la responsabilidad que acumulo es tanta que no soy capaz de vivirlo igual. Si tuviera que elegir lo más especial de bailar sobre el escenario, escogería sin duda la complicidad que nace entre los ojos de los compañeros. Esa magia es única.
A nivel individual, no monto una pieza para mí sola porque siempre intento transmitir a todas mis alumnas que no soy más que nadie: en el festival, tanto la caída como el aplauso se comparten.
¿Qué es lo más difícil de tu trabajo?
Sin duda, enganchar a la danza a cada persona que entra en el aula. Combinar la disciplina que quiero transmitir con el reto de que cada alumna tenga ganas de volver a clase. Por otro lado, a veces también hay reacciones complicadas en los padres, pero he aprendido a llevarlo con el tiempo. Al final no te afecta un «pon a mi hija aquí» porque, además de que siempre intento dar protagonismo a todo el mundo, creo que cada uno se gana su sitio: el aula es un reflejo de la vida.
¿Qué proyecto te planteaste para este curso tan atípico?
Al principio, ninguno. Tenía ganas de que acabase este año: la incertidumbre, la impotencia. Sin embargo, luego me llené de alegría al ver que nadie quería perder ni un solo día de clase a pesar de la mascarilla, de los protocolos, de las dificultades. Aunque no haya podido ser como siempre, me propuse sacar adelante el festival anual porque lo contemplaba como una inyección de energía brutal.
¿Cuál es la enseñanza fundamental que intentas transmitir a cada alumna?
El amor por el baile, que sigan teniendo contacto con la danza (¡como sea!), el poder de la creatividad y la expresión en la felicidad personal, la sociabilidad y, sin duda, la disciplina. Para bailar hace falta ser organizado, constante, trabajador.
¿Qué planes tienes para el próximo curso?
Estoy pensando en hacer El Principito. Bernardo me lo propuso porque es un coco en todo lo técnico. Me dijo: «Llanos, yo te hago los planetas: ¡déjame a mí, déjame a mí!». Creo que la obra tiene mensajes que son muy potentes a nivel creativo, pero también pienso que pueden ayudar muchísimo en el crecimiento de las niñas. Creo mucho en eso de que «lo esencial es invisible a los ojos»: una persona es mucho, mucho más de lo que se ve.
¿Qué crees que le hace falta a la danza almanseña?
Creo que, en general, a la danza le hace falta más respeto. Además de que hay poco trabajo, hay también una falta de reconocimiento que se nota. El arte se toma como algo fácil, espontáneo. Las horas de preparación y dedicación que hay detrás suelen quedarse para una misma.
¿Crees que hay mucho machismo y masculinidad tóxica en el mundo del baile?
Ahora muchísimo menos que cuando yo empecé. Me alegra haber visto la evolución, el progreso en esto. Recuerdo que cuando estudiaba tenía un compañero que venía a clase a escondidas porque sus padres no le permitían bailar. Acabó en el Ballet Nacional.
He tenido alumnos en clase que lo han pasado muy mal y creo que lo fundamental para resolver esto es la educación, no la sobreprotección. Los padres no podemos callar al mundo, así que creo que lo importante es hacer tolerantes a nuestros hijos, pero también muy fuertes.
¿Alguna anécdota impactante con una alumna o alumno que te haya enseñado algo?
Los niños te enseñan todos los días. Pienso que si llega el día en que yo no tenga capacidad para aprender, dejaré la danza.
¿Cómo te ves en diez años?
Si pienso en grande, me gustaría abrir algún lugar de formación para la danza en Almansa. Aquí hay mucha afición por el baile, así que creo que hace falta. Me encantaría. Por otra parte, me visualizo ya retirada, ¡si Dios quiere! [ríe]. Hay mucho talento, hay que dejar paso a las nuevas generaciones y sentarse a ver desde el balcón. También me veo dibujando, pintando.
Hay un prototipo físico claro de bailarina, pero ¿qué se necesita mentalmente?
Se necesita ser muy fuerte, ¡muchísimo! En este camino no te ponen nada fácil: te van a machacar, seguro. Si quieres dedicarte profesionalmente a este mundo, vas a tener que afrontar la lesión, el dolor, la soledad cuando algún compañero o profesor se empeña en fastidiarte… La fuerza mental es crucial. Yo sé que no puedo mandar a nadie al conservatorio si no tengo claro que la tiene, aunque tenga las mejores cualidades físicas.
Además de agradecer a Llanos esta conversación, es justo añadir a estas líneas un recuerdo muy bonito que retengo en la memoria. Una tarde, hace ya muchos años, una de sus alumnas se puso las zapatillas de puntas y se atrevió a cruzar la clase subida en ellas. Recuerdo que la mayoría de sus compañeras aguantaban aquellos eternos tres minutos de El Lago de los Cisnes con las zapatillas puestas: con las piernas rectas, con una sonrisa. Sin embargo, yo siempre he sido más de flamenco.
Aunque me empeñé en aguantar aquel dolor que yo miraba como un reto, cuando caminé a lo largo de la sala no fui capaz de hacerlo como todas ellas. A pesar de todo, cuando estaba alcanzando la mitad de la trayectoria, comencé a escuchar aplausos: aplausos de mis compañeras y de mi maestra, que me miraba con una sonrisa orgullosa.
Gracias, Llanos, por enseñarnos a bailar y a vivir; por animarnos a aplaudir al otro y a cruzar la clase, aunque no siempre se pueda erguir las piernas.
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